Un presidente para Europa

Artículo publicado en el monográfico "Cómo la UE puede volver a enamorar" de Beers and Politics en noviembre de 2017
El debate sobre el déficit democrático de la Unión Europea es antiguo, pero se ha centrado mayoritariamente en la falta de control democrático de las decisiones tomadas por la Comisión Europea o por el Consejo de la Unión. Por ello, las sucesivas reformas de los tratados han hecho hincapié en el mayor control del Parlamento Europeo de las decisiones tomadas por el Consejo e implementadas por la Comisión, a través de la ampliación del proceso de codecisión entre Parlamento y Consejo, y de las facultades de control del Parlamento sobre la Comisión.
Este modelo se ha sustentado en la voluntad de avanzar hacia una progresiva “parlamentarización” del sistema europeo, creando una lógica de checks and balances entre el Parlamento, la Comisión y el Consejo. Así, se ha avanzado siempre bajo la premisa de que el déficit democrático de la Unión sólo podía subsanarse dotando de mayores poderes al Parlamento, que al fin debería poder elegir al Presidente de la Comisión y a su “gobierno”, así como en los parlamentos nacionales las mayorías surgidas de las elecciones parlamentarias conforman una mayoría que da apoyo al gobierno nacional.
La máxima expresión de esta dinámica fue la elección parlamentaria del presidente Juncker en 2014, tras una campaña electoral europea caracterizada por la novedad de los spitzenkandidaten, los cabezas de lista europeos de las cinco principales fuerzas políticas del continente: populares, socialistas, liberales, verdes y la izquierda europea. Jean Claude Juncker, Martin Schulz, Guy Verhofstadt, Ska Keller y Alexis Tsipras protagonizaron la primera campaña electoral paneuropea de la historia. Sin embargo, esta estrategia de personalización de la política europea no tuvo impacto en la participación electoral –que quedó estancada en el 43 %– ni su mensaje consiguió llegar a la mayoría de ciudadanos europeos.
La campaña de los spitzenkandidaten fue una excelente estrategia de los grupos políticos en el Parlamento Europeo para condicionar la elección del Presidente de la Comisión. Y fue una estrategia ganadora, puesto que finalmente fue elegido presidente el líder del partido más votado y con más escaños en las elecciones al Parlamento Europeo, Jean Claude Juncker, pero no consiguió acercar la política europea a los ciudadanos. Sólo en algunos casos, como en Alemania –donde la batalla entre Juncker y Schulz tuvo un amplio eco mediático–, la participación electoral se incrementó significativamente.
El resultado de las elecciones de 2014 y la dificultad del presidente Juncker para desarrollar su propia agenda política ponen en evidencia cómo la “parlamentarización” del sistema europeo ha topado una y otra vez con la lógica aplastante de la legitimidad del Consejo Europeo, formado por líderes elegidos todos ellos democráticamente en sus respectivos países. La iniciativa de vincular las elecciones al Parlamento Europeo a la elección del presidente de la Comisión no ha resultado exitosa porque ha pretendido unir dos legitimidades débiles, la del Parlamento y la de la Comisión.
La Comisión Europea no es percibida por los ciudadanos como el gobierno de la Unión sino como el brazo ejecutor del auténtico gobierno de la UE, que es el Consejo Europeo, y el Parlamento Europeo tampoco es percibido como el órgano que puede controlar ese gobierno. Por ello, todo proceso de legitimación de la presidencia de la Comisión que provenga del Parlamento Europeo no le ayudará a reforzar su posición en el entramado institucional de la Unión ni su autoridad política ante los ciudadanos.
En este contexto, si el auténtico gobierno de la Unión es el Consejo Europeo, formado por los jefes de Estado o de gobierno de los países miembros –donde además está muy claro quién manda– lo que nos deberíamos de plantear es como dotar a este “gobierno” de una legitimidad democrática directa.
El Consejo Europeo ya tiene hoy una legitimidad democrática indirecta, en la medida que todos sus miembros han sido elegidos por sufragio universal directo –como el presidente francés– o por sus parlamentos nacionales, tras unas elecciones donde se presentaron como candidatos a la presidencia del gobierno. Pero el Consejo Europeo no goza de la auctoritas de una elección democrática directa por parte de todos los ciudadanos europeos.
El actual sistema institucional de la Unión se asemeja más al sistema semipresidencialista francés que a los sistemas parlamentarios que funcionan en la mayoría de los países europeos. En el sistema institucional de la Unión, el peso político reside en el Consejo Europeo, que ejerce de “jefe de estado colectivo”. En este sistema, la Comisión ejerce un rol secundario, como brazo ejecutivo de este “jefe de estado”, de la misma forma que en el sistema francés el gobierno y su primer ministro gozan de una legitimidad “delegada” de la presidencia de la República, que nombra directamente al primer ministro e incluso a algunos de los ministros más relevantes. El gobierno debe tener una mayoría parlamentaria, evidentemente, pero esa mayoría es deudora del presidente de la República, excepto en los casos de “cohabitación”, que han desaparecido desde 2002 gracias al cambio constitucional que redujo el mandato de la presidencia de la República para adaptarlo al mandato de la Asamblea Nacional. Y es así como funciona hoy el sistema político europeo, con un Parlamento débil y una Comisión subordinada a quien ostenta realmente el poder político: el Consejo Europeo.
Ante esta realidad, que no ha hecho más que consolidarse progresivamente en los últimos diez años, cabe preguntarse cuál es la mejor manera de democratizar la toma de decisiones en la Unión: parlamentarizar el sistema intentando rebajar el poder político del Consejo Europeo, o reforzar la presidencia del Consejo a través de su elección democrática directa.
En mi opinión, es más fácil y eficaz la segunda opción que la primera, como nos muestra también la experiencia de la V República francesa. Cuando se promulgó la constitución, en 1958, el presidente no era elegido por sufragio universal, sino a través de la elección conjunta de las dos cámaras, la Asamblea y el Senado. La primera elección de Charles De Gaulle como presidente se realizó con este método de elección indirecta y no fue hasta siete años después, en 1965, cuando se celebraron las primeras elecciones presidenciales por sufragio directo, gracias a una enmienda constitucional promovida por el propio presidente De Gaulle. Esas elecciones, las de 1965, fueron realmente las elecciones fundadoras del actual sistema político francés, y las que dotaron definitivamente la presidencia de la República del carácter que ha tenido durante los últimos 52 años. Sin ese cambio constitucional, los presidentes que hubieran sustituido a De Gaulle nunca hubieran gozado de la autoridad y el margen de maniobra política que han tenido. Y de ese modelo de democratización de la elección del presidente de la República francesa podemos sacar conclusiones de cómo dotar de una nueva legitimidad al gobierno europeo, para que pueda tener el impulso político necesario por encima de los gobiernos nacionales, convirtiéndola en una presidencia supra partes.
La elección de una presidencia estable del Consejo Europeo, ejercida por Herman Van Rompuy, entre 2009 y 2014, y por Donald Tusk, desde diciembre de 2014, ha permitido “europeizar” el Consejo, y podría ser un primer paso hacia la legitimación democrática de sus decisiones a través de la elección por sufragio universal directo de su presidente, que ejercería de Presidente de la Unión.
Con el cambio establecido en el Tratado de Lisboa se ha hecho lo más difícil: “desnacionalizar” la presidencia del Consejo, eliminar su carácter rotatorio y convertir su figura de un primus inter pares a un primus supra partes. Su elección por sufragio universal le dotaría de la legitimidad necesaria y transformaría por completo el sistema político europeo.
Esta propuesta quizá choca con el wishful thinking comunitario, que tiende a considerar que sólo la “parlamentarización” y la “comunitarización” del sistema europeo pueden mejorar su eficiencia y legitimidad. Pero la propuesta de democratización de la presidencia del Consejo es la que más se adapta a la estructura de poder institucional de la Unión, y permitiría crear una figura que representara plenamente la unidad europea como contrapeso a la diversidad de intereses nacionales e ideológicos representados por el Consejo y el Parlamento. El nuevo presidente personalizaría la unidad en la diversidad: e pluribus unum.
Un presidente fuerte pero con un mayor contrapeso de los estados y del Parlamento que cualquier primer ministro nacional europeo, en la medida que los tres gozarían de una legitimidad similar. De la negociación entre el presidente, que legítimamente representaría los intereses de la Unión, los gobiernos nacionales, representando los intereses nacionales, y el Parlamento, representando los intereses y valores ideológicos y partidarios, surgiría un sistema más equilibrado que el actual y, sin duda, con mayor legitimidad democrática.
Las elecciones a la Presidencia de la Unión permitirían la articulación de nuevas mayorías políticas transversales, desde el punto de vista nacional e ideológico, que posibilitarían nuevas lógicas de acción transeuropeas, con programas de acción concretos y la personalización de los programas políticos a través de liderazgos genuinamente europeos, que harían campaña en todos los países de la Unión ganándose el apoyo de partidos políticos, organizaciones sociales y medios de comunicación.
Unas elecciones de este tipo serían realmente fundadoras de un nuevo sistema político, de una nueva democracia, que trascendería las dinámicas nacionales y dotaría a los ciudadanos europeos de una nueva referencia política.
La elección del presidente Emmanuel Macron en mayo de 2017 puso de manifiesto que es posible ganar una elección por sufragio universal directo con un programa claramente europeísta y reformador en un país con una opinión pública con fuertes tentaciones euroescépticas, e incluso eurófobas. Demostró también que los símbolos europeos, como la “Oda a la Alegría” de Beethoven y la bandera de las doce estrellas, pueden ser catalizadores de un impulso político renovador. Y su puesta en escena la noche electoral del 7 de mayo delante de la pirámide del Louvre nos dio una idea de lo que podría significar la elección de un presidente de Europa por sufragio universal directo.
El proyecto europeo ha superado los años más convulsos de sus sesenta años de historia, pero sigue teniendo un grave problema de legitimación. La UE necesita convertirse en una fuerza de cambio democrático si quiere sobrevivir a la crisis de las democracias nacionales y dar una respuesta positiva al trilema político de la globalización enunciado hace una década por Dani Rodrik. La elección de la presidencia de la UE por parte de 350 millones de ciudadanos europeos podría ser una idea catalizadora de los cambios que Europa necesita para convertirse en un sistema político más democrático y más eficaz.  

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